Los artículos que venimos escribiendo sobre Marsella nacen del convencimiento de que una ciudad importa tanto por sus elementos objetivos como por el modo como se la percibe. Tanto por lo que es como por lo que se dice de ella. Lo primero apunta a su población, a su tamaño, al trazado de sus calles. Lo segundo, a los relatos que van legando unas poblaciones a otras hasta formar el tejido imaginario del que nos servimos hoy para dar sentido a nuestra propia experiencia al pasear por esas calles.
Que Marsella es, por encima de todo, una ciudad mediterránea es algo que se lleva diciendo desde su propia fundación. Su fama de ciudad cosmopolita está respaldada por una realidad histórica. Desde hace 2600 años, su puerto ha servido para conectar culturas de todos los puntos de este mar semicerrado. Lo dicen los datos, los documentos y las representaciones más antiguas que se tienen de la ciudad.
En 1725, cinco años después de la peste que acabó con la tercera parte de la población de la ciudad, un comerciante señalaba la mezcla de culturas que distinguía a este lugar de los demás:
Por más que Marsella esté en Francia, bien podría ser como la pequeña Turquía, la pequeña Italia, la pequeña Berberia… O una mezcla de todos esos países, para bien y para mal.
Dos siglos y medio después, la configuración social de la ciudad parecía no haber cambiado nada. En 1972, un documento de la Diócesis de Marsella afirmaba:
Todo el Mediterráneo está ahí: Marsella es la primera ciudad corsa, la segunda ciudad armenia de Francia, una gran aglomeración italiana, una de las ciudades más importantes de pied-noirs, una importante colonia helénica, un verdadero casbash y una capital africana.
Índice
El uso del imaginario popular para la creación de un proyecto político
Numerosos estudios demuestran que no se trataba sólo de una percepción, sino de un hecho que recogen las estadísticas de todos los periodos. Pero tan cierto es esto como que, en las últimas tres décadas, políticos de uno y otro signo han cultivado la imagen de una ciudad mestiza con fines que van más allá del puro reconocimiento de una realidad social.
No debería sorprender. Se tiene la tendencia a pensar en la política como un ejercicio puramente administrativo, pero ¿no consiste, en el fondo, en extender un imaginario que justifique de cara a los ciudadanos las políticas que luego se aplican en la práctica? No hay presupuestos públicos que no estén cimentados sobre una visión concreta de entender el mundo ni política urbana que no implique una manera de entender la relación de las gentes que habitan la ciudad.
Partiendo de este principio, en este artículo queremos analizar cómo convive la realidad intercultural de Marsella con el proyecto Euroméditerranée, una enorme inversión económica que utiliza el imaginario popular de una ciudad mestiza para construir un proyecto político que atraiga los focos del mercado internacional, pero que no siempre favorece a las poblaciones a las que dice representar.
¿Qué es el proyecto Euroméditerranée?
Se trata de un proyecto de renovación urbana que aspira a convertir la antigua zona portuaria industrial de Marsella en uno de los barrios de negocios más importantes de Europa. Lanzado en 1995 por el alcalde socialista Robert Vigouroux, en un primer momento se proyectaron 313 hectáreas para dedicar a la implantación de bancos, compañías de seguros y empresas de comercio internacional. Con el ascenso de Jean Claude Gaudin, líder regional del principal partido de centro derecha francés que gobernó la ciudad entre 1995 y mediados del año 2020, el proyecto no ha hecho más que aumentar sus ambiciones: en el año 2007 se amplió el terreno edificable en 170 hectáreas y, según cifras oficiales, se prevé la creación de 37.000 empleos y la llegada de 40.000 nuevos habitantes a esta zona de la ciudad.
Pero este proyecto es inseparable de un evento que cambió el aspecto de la ciudad en el año 2013. Si Euroméditerranée suponía un intento por atraer capitales que se concentraban en otras grandes ciudades europeas, la designación de Marsella como Capital europea de la cultura aceleró la creación y la renovación de algunos centros culturales que han terminado por convertirse en grandes centros de atracción turística.
El impacto de Marsella como capital europea de la cultura
Basta con mencionar algunos de ellos para tomar una rápida conciencia de la magnitud del proyecto. Sólo en el año 2013, se inaugura el Museo de las Civilizaciones de Europa y del Mediterráneo (MUCEM), la Villa Méditerranée, el Musée Regards de Provence, el Fondo Regional de Arte Contemporáneo de Marsella (FRAC) y el Théâtre de la Joliette. Todos ellos en el espacio antes ocupado por los primeros muelles del puerto industrial, a dos kilómetros escasos del centro de la ciudad.
A esto hay que sumarle la rehabilitación de edificios que hasta ese momento tenían otros usos o estaban abandonados y fueron transformados en nuevos centros culturales. Es el caso del Museo de Historia de Marsella, del Museo de las artes decorativas, del Museo de Bellas Artes, del CEPAC Silo, un antiguo depósito de granos convertido en gran sala de espectáculos, y de la vieja fábrica de tabacos del barrio popular de la Belle de Mai, conocida popularmente como la Friche.
Un museo para un mar de muchas voces
Pero si hay uno de ellos que se inscribe particularmente bien en el proyecto de crear una imagen mediterránea de Marsella es el MUCEM. El edificio principal de este museo, diseñado por el arquitecto Rudy Ricciotti, fue concebido como un cubo de “piedra, agua y viento” y está situado a continuación del Fort de Saint Jean, en una enorme explanada abierta al mar donde la gente se reúne para ver atardeceres.
La selección del lugar no tiene nada de casual. Cuando el Ministerio de Cultura anunció la destinación de casi 200 millones de euros para la construcción de un gran museo que funcionara como “un lugar de encuentro en el que los visitantes se den cita con su memoria y su historia, así como con todas las memorias del mar y sus continentes”[3], se decidió demoler el hangar J4 del puerto de la ciudad y crear un espacio que potenciara los valores que habitualmente se vinculan con la vida mediterránea: la luz, el mar y una vieja historia de intercambios entre todos sus pueblos.
Un proyecto cultural mediterráneo…
El proyecto cultural no se sale de la línea. Desde una perspectiva que combina elementos de la antropología, la arqueología, la historia, la historia del arte y el arte contemporáneo, este museo tiene la vocación de presentar las constantes culturales y las tensiones que se han concentrado la cuenca mediterránea desde sus orígenes hasta la actualidad. Sus exposiciones, que en ocasiones son de una indiscutible calidad, demuestran un esfuerzo por no presentar las producciones culturales desde una mirada estática francesa, sino por someterlas al diálogo cruzado de muchas voces.
Sin embargo, como venimos diciendo, esta realidad convive con un proyecto político de mayor calado. Los propios folletos inaugurales del MUCEM hablaban de la necesidad de “una transformación urbana de atracción internacional”, del reto de “renovar la imagen de la ciudad” y del objetivo de “convertir esta zona en un nuevo centro económico capar de redinamizar el centro de la ciudad y el puerto”. Hasta hora los datos parecen dar la razón a estas aspiraciones. En sus primeros siete años de vida, el MUCEM ha conseguido atraer a casi 10 millones de visitantes, convirtiéndose en uno de los principales museos franceses de fuera de París, y la zona del puerto se ha ido llenando poco a poco de comercios que están en sintonía con la sensibilidad del turista internacional.
… ¿en un proyecto urbano anti mediterráneo?
Pero este proyecto, que sobre el papel apenas tiene sombras, encierra una realidad dramáticamente contradictoria. Las zonas que son objeto de renovación en nombre de la vocación mediterránea de la ciudad de están básicamente habitadas por poblaciones de origen magrebí. Algunos, pocos, son de inmigración reciente. La mayor parte son nacidos en Marsella y proceden de familias que llegaron a la ciudad a lo largo de los años 60 en el contexto de los procesos de descolonización. Es el caso de los descendientes de harkis, argelinos que lucharon del lado de los franceses durante la guerra de independencia argelina y cuyo destino quedó entre la espada de un país que los consideraba traidores y la pared de otro que los recibió como inmigrantes de segunda categoría y los acumuló en inmensos edificios habitacionales con unas pobres condiciones de vida.
Son estas poblaciones, a cuyas manifestaciones culturales se rinde homenaje en los discursos políticos y en los museos de reciente creación, las que se están viendo obligadas a abandonar sus casas por la subida del alquiler de los pisos de la zona del puerto. La paradoja es digna de nuestro tiempo: familias de origen mediterráneo expulsadas por un proyecto político que, detrás de la etiqueta de ese mar y sus culturas, aspira a atraer turismo japonés, estadounidense o australiano.
El patio trasero del proyecto euromediterráneo
Es fácil dejarse deslumbrar por los focos que iluminan desde hace años el proyecto Euroméditerranée. Parte de la calle Canebière, la arteria que atraviesa la ciudad de este a oeste, es ahora peatonal, el Puerto Viejo es más espacioso y agradable hoy que hace diez años, la pasarela que rodea el Fort Saint Jean hasta la explanada del MUCEM abre la ciudad al mar y le da un hermoso perfil a la entrada de los barcos…
Sin embargo, tan ciertas son estas luces como las sombras que proyectan. Y no se puede negar que esta iniciativa política ha ido acompañada de episodios que han puesto muchas veces a los habitantes en alerta, cuando no directamente en pie de guerra. Por un lado, las soluciones económicas que podría proporcionar son inseparables de las consecuencias sociales que provocan. Detrás de cada línea de metro o tranvía inaugurada se esconde el drama de una comunidad que se ve obligada a abandonar su lugar de residencia y a la que no se ofrecen soluciones dignas de habitación. Por otro lado, un sistema político local basado en viejas prácticas de corrupción y sólidas redes de nepotismo hacen sospechar de la construcción de tantos nuevos edificios y zonas residenciales en lugares en los que no parece que haya una demanda que los justifique.
Smartseille: smart, pero ¿para quién?
Una de los ejes principales del proyecto Euroméditerranée tiene el objetivo de crear lo que llaman una ecociudad euromediterránea, es decir, la construcción de nuevos barrios “durables, conectados e inteligentes” en antiguas zonas deprimidas de la ciudad. El primer experimento de esta línea del proyecto está destinado a reconstruir toda la zona que se encuentra al oeste del barrio de Crottes, un emplazamiento enormemente popular debido, en parte, a la cercanía del Marché aux Puces, el mayor mercado de objetos y alimentos de la ciudad.
En el año 2017 concluyó Smartseille, un complejo de edificios de oficinas que ocupan un área de 60.000 metros cuadrados. Se trata solo de una pequeña parte del proyecto, que, según dice su página oficial, aspira a atraer a estudiantes, jóvenes activos, familias y jubilados y servir como ejemplo de una economía conectada y colaborativa donde florezcan originales start-ups y otros proyectos emprendedores. Todo ello en un ambiente ecológicamente sostenible y respetuoso con las tradiciones de la ciudad. Las palabras no son mías.
Lo que se ve detrás de lo que se dice
Los plazos de entrega están fijados para el año 2022 y, más allá de las suspicacias que pueda levantar, por el momento lo mejor será limitarse a hablar de lo que puede ver cualquiera que pasee por la zona. Y lo cierto es que lo que se ve no se parece en nada al folleto que lo promociona. Lo que debía ser una ciudad durable, conectada e inteligente es hoy un terreno desolador en el que edificios lujosos se levantan en mitad de la pobreza. Muchos de ellos están vacíos y otros parecen abandonados, lo que no impide que a su lado se paseen monstruosas excavadoras que abren hueco en un solar para construir nuevas promesas.
Si algo confirma el proyecto Euromediterranée es que Marsella es un cruce de caminos. De culturas y de intereses políticos. Tan vieja una cosa como la otra. Por eso conviene tener presente que, detrás del aparente consenso entre ciudadanos y grupos políticos a la hora de presentar la ciudad como un espacio de convivencia y tolerancia, se esconde una verdadera lucha diaria. La de que Marsella, además de parecer mediterránea, lo siga siendo.
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