El barrio de l’Estaque huele a una mezcla de salitre, pescado y aceite frito. Aunque ya no es un apartado pueblo de pescadores, todavía es fácil imaginar a los niños bañándose en las piscinas naturales que formaban los muelles del puerto. Las familias marsellesas buscaban aquí la tranquilidad que no encontraban durante la semana en una ciudad agitada por sus tensiones sociales y su actividad industrial. Hoy, la mayor parte de las fábricas que antes producían jabón, tabaco o tejas están cerradas, pero l’Estaque conserva el color de una vieja postal: la misma ermita en lo alto de la colina, la misma solemnidad en las caras de los señores que juegan a la petanca, las mismas colas en los quioscos para comprar un dulce local hecho con harina de garbanzo y flor de naranjo.
Cuando empieza a caer la tarde, se levanta un viento que balancea los barcos amarrados. Los herrajes de los veleros golpetean contra sus mástiles como cencerros de un rebaño paciente. Desde el muelle, se observa el ir y venir de los barcos que se aproximan al puerto después de una jornada en el mar y los que se preparan para zarpar. Nos subimos en uno de estos y ayudamos a hacer los últimos ajustes. Retiramos los protectores que cuelgan de los laterales del barco, despejamos la cubierta y nos aseguramos de que no quedan cabos enredados.

Barcos amamrrados en el puerto de l’Estaque
Índice
Rumbo al otro extremo de Marsella
El ronroneo del motor indica que el barco está listo para soltar las últimas amarras. Esto es necesario para salir del puerto porque los propios muelles impiden que el viento sople lo suficiente para poder sacar el velero bajo control. A medida que nos alejamos del puerto, se van descubriendo las dársenas de los cruceros y los buques industriales. Estamos en el extremo norte de Marsella. L’Estaque es el último barrio de la ciudad. Más allá se encuentra la Côte Bleue, una zona rocosa que dificulta la urbanización y que da lugar a caminos y pequeñas calas que la gente aprovecha para descansar. Entre este punto y el Parque Nacional de Calanques, situado en el extremo sur, se extiende la segunda ciudad más poblada de Francia.
Una vez adentrados en el mar, desplegamos las velas y el barco parece cobrar vida propia. El viento, que empieza a zumbar, lo escora ligeramente y lo empuja a una velocidad que parecía imposible cuando apagamos el motor. Ponemos rumbo a Calanques. Según navegamos, la ciudad nos queda a la izquierda. Desde la distancia no se ven las terrazas llenas de los cafés ni los grupos de amigos que se juntan para ver el atardecer. Tampoco la pobreza ni los atascos en hora punta. Desde el mar, Marsella es una ciudad inmóvil que invita a mirarla con nuevos ojos.
Aunque el día está despejado, los vientos son fuertes. A veces vienen rachas que nos obligan a maniobrar rápidamente para evitar cambios bruscos de dirección. Por momentos la navegación se hace intensa y exige que participemos todos en las tareas para mantener el rumbo. Ahí uno piensa en los que llegaron antes. En las travesías de los griegos y los romanos y en sus embarcaciones rudimentarias. Nuestro barco dispone de un GPS, de una radio y de medidores que indican la velocidad del viento y la de nuestro propio barco.
Hace siglos, mucho antes de la invención de la brújula y el sextante, que permitió a los marineros identificar de manera precisa sus coordenadas, los navegantes se servían de la costa para avanzar y evitar encontrarse en alta mar sin referencias, lo cual podría significar un trágico final de viaje para toda la tripulación. Así fue como llegaron los foceos a estas costas hace 2600 años. Salidos del Asia Menor en busca de tierras más fértiles en la parte occidental del Mediterráneo, atravesaron primero el Mar Egeo y luego las aguas del Mar Jónico. Llegados a esa zona desconocida, siguieron la costa de Italia hasta llegar a la Bahía de Lacydon, donde fundaron la ciudad de Masalia.
Del periodo griego apenas quedan restos. Del romano, se conservan vestigios del primer puerto, algún depósito para almacenar el vino y el aceite y los restos de un barco de madera de 23 metros que se puede ver en el Museo de Historia de Marsella. Pero desde lejos no se aprecia nada de eso. Desde aquí se ve una ciudad que ha crecido sin un proyecto urbanístico claro. Sólo eso explica el levantamiento de dos rascacielos junto al humilde barrio de Saint-Mauront, o la variedad de materiales y estilos arquitectónicos que se dispersan por toda la ciudad.

Con 23 metros de eslora y 8 de manga, este barco es el más grande de los que se conservan de finales del siglo II
El archipiélago de Frioul en el imaginario de Marsella
El paisaje cambia a medida que avanzamos. No solo el de la ciudad, que ahora se abre al Puerto Viejo y a los dos fortines que lo protegen. También el mar presenta un aspecto distinto al que tenía cuando hemos salido. Lo que antes eran unas rocas indefinidas en mitad del mar ahora son cuatro islas que agitan el oleaje según que nos acercamos. El archipiélago de Frioul forma parte del distrito 7 de la ciudad. Es la residencia de unas cien personas y en su puerto se amarran cerca de 500 barcos. Pero si estas islas son importantes para la ciudad es sobre todo por el lugar que ocupan en la memoria colectiva de sus habitantes. Dos episodios lo explican.
La peste y el drama humano de la codicia
El primero nos remonta al siglo XVIII y es, quizá, el evento más dramático de la historia reciente de la ciudad. En aquella época, Marsella tenía el monopolio del comercio con todos los puertos orientales. Cada año, más de doscientos navíos de distintas nacionalidades amarraban en su puerto cargados de especias, café, azúcar, perfumes, tejidos y metales preciosos.
En 1720, hacía meses que se venían registrando episodios de peste en algunas regiones del Levante. Conscientes del riesgo, en Marsella se había reservado una de las islas de Frioul para la cuarentena de las tripulaciones que llegaran de la parte oriental del Mediterráneo. El 25 de mayo de ese mismo año, el Grand Saint-Antoine, un buque cargado de 870 fardos de seda, lana y algodón, llega al puerto principal de la ciudad. Aunque viene del Levante y ha presentado algunos casos de muertes sospechosas durante el trayecto, las autoridades locales hacen caso omiso a las recomendaciones sanitarias y reducen el tiempo de cuarentena de la tripulación para acelerar la venta de la mercancía, comprometida para los primeros días de junio.
Pocos días después, una mujer aparece muerta en una callejuela céntrica de la ciudad. Sobre el labio, presenta una inflamación característica de la peste, aunque el gobierno local decide silenciar el caso. A la mujer le siguen un cirujano que había tratado con enfermos y una quincena de vecinos de la rue de l’Escale. A partir de ahí, los casos se multiplican, el rumor se extiende de barrio en barrio y las autoridades activan todas las alarmas. Demasiado tarde: tres meses después habrán muerto más de 30.000 personas. La tercera parte de la población. Hoy, las islas de Frioul, y en particular el edificio que sirvió como lazareto para tratar a los enfermos, sirven como recordatorio de algo que una ciudad portuaria raras veces olvida: que el mar es tanto calma como tormenta.

«Scène de la peste de 1720 à la Tourette», de Michel Serre (1721)
El Conde de Montecristo: el encierro, la fuga y la esperanza
Pero tan relevante es este hecho histórico para el imaginario colectivo de Marsella como lo es la fuga de Edmond Dantès de la prisión de la isla de If. Olvidemos por un momento que El conde de Montecristo fue escrito por Alejandro Dumas a mediados del siglo XIX. También que la novela, publicada por fascículos durante dos años, se convirtió en una de las más leídas de los siglos XIX y XX.
Para entenderlo mejor, pensemos en lo que representa la leyenda para un pueblo construido con historias de inmigrantes. Pensemos en un personaje negro (como lo era el propio Dumas, hijo de un noble francés y de una esclava haitiana) que está a punto de convertirse en capitán de un navío mercante y de casarse con Mercedes, la mujer que lo espera en el Puerto Viejo de Marsella. Y pensemos en la injusticia de su destino, cuando es acusado sin evidencias de agente bonapartista y condenado al encierro en la prisión de la isla de If.

El castillo de la isla de If es la prisión en la que transcurre la historia del Conde de Montecristo @chateauif
En ella permanece catorce años, tiempo suficiente para ganarse la amistad de otro viejo preso que lleva tiempo cavando un túnel para escapar y que, poco antes de su muerte, le confiesa la existencia de un tesoro escondido en la Isla de Montecristo. Lo único que tiene que hacer es conseguir terminar el túnel y nadar los 5 km que lo separan de la ciudad de Marsella. El gesto, recuerda Dantès, requiere valor, pero, sobre todo, requiere paciencia y esperanza:
Vivid y sed felices, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne a descifrar al hombre su porvenir, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: esperar y confiar
El velero corta el viento cuando pasa junto al castillo. Desde aquí se ven los barrotes de las celdas y me imagino asomado por uno de ellos, con Marsella tan a mano como inalcanzable. Y entonces pienso que las leyendas también sirven para crear una identidad común. Y que no es tan raro que ese alegato por la esperanza encontrara simpatía en una ciudad de vidas reiniciadas.
La luz de la Provenza y el tiempo suspendido de Calanques
Todavía es de día, pero en el cielo empiezan a dibujarse unas vetas de color ámbar que parecen ensanchar la línea del horizonte. Son unos momentos, apenas unos minutos, pero que han bastado a más de uno para tomar la decisión de venir a vivir a la Provenza. Es una luz dorada que envuelve la ciudad y culebrea por las calles estrechas del centro, metiéndose hasta por los rincones más sombríos. Desde el barco, y empujados por un viento constante que lo mantiene estable, vemos pasar lentamente Notre-Dame de la Garde, el puerto pesquero de Vallon des Auffes, la bahía de Malmousque y las playas de Prophète, Prado y Pointe-Rouge. Al fondo, unos acantilados calizos afilados nos indican que estamos llegando al extremo sur de la ciudad.

Paul Cezanne vivió una temporada en l’Estaque. Desde su habitación pintó una serie de paisajes marítimos que reflejaban la luz de la región. Aquí, «Baie de l’Estaque» (1886)
El Parque Nacional de Calanques es un macizo rocoso cubierto de matas de brezo, tomillo y romero. Algunos bosques de pinos y castaños recuerdan que el paisaje en algún momento fue menos árido de lo que es hoy. Una sucesión de incendios, con frecuencia provocados, obligó a declarar este espacio territorio protegido. Eso explica que en los 40 kilómetros que separan Marsella de La Ciotat no se observe ninguna construcción. También que este lugar, sin hoteles en sus costas ni negocios que lo llenen de turistas, conserve la belleza primitiva de unos acantilados que envuelven las aguas azuladas de decenas de bahías y caletas.
La luz que siempre hay entre las sombras
Situado a las puertas del Parque de Calanques, se encuentra el último barrio habitado de Marsella. Desde el barco, este antiguo pueblo de pescadores parece colgar del cabo Croisette y estar a punto de echarse al mar. Les Goudes es hoy un lugar casi mítico por lo que tiene de terapéutico. Sus calles inspiraron “Dimanche aux Goudes”, un tema del popular grupo Massilia Sound System que bien podría ser el himno de una ciudad acostumbrada a vivir en el contraste:
De primavera a primavera, una locura
Desquicia a la ciudad y tambalea mi ánimo
Un jaleo por todas partes, dan ganas de llorar,
Lo mismo todos los días: siempre se puede esperar lo peor
No hay tiempo para respirar, siempre hay una obra en marcha
No hay tiempo para respirar, el mundo es despiadado,
Algunos harían cualquier cosa por terminar los primeros
Y en el cielo los buitres se cuentan por miles
Pero dejemos ahí a todos esos locos y vayamos a otra parte
Conozco un lugar donde todo se ve mejor
Un lugar al sol sin pájaros de mal agüero
Allí, en la cala, ya verás, está la vida
Antes de llegar al puerto, viramos por última vez buscando un ángulo que nos permita mirar hacia el oeste. Recogemos las velas y echamos el ancla. El sol cae como un péndulo sobre un fondo naranja. Lentamente, se va sumergiendo, pesado, en el mar. Nosotros esperamos. Eso es todo. Al fondo está L’Estaque. Y entre medias, la historia de Marsella.

Imagen del cabo de Croisette, en el barrio de Les Goudes @officieldesvacances
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1 Comenta
Descripción bella y literaria. Estuve en Marsella hace muchos años, después de esta lectura pondré como prioridad volver a esta ciudad pronto.