Hay ciudades escenario y ciudades personaje. Ciudades que se ven y ciudades que se cuentan. Ciudades que ya vienen con marco y ciudades que se mueven en el momento de la foto. Ciudades que esperan a que llegues y ciudades que te salen a buscar. Ciudades que hablan de sí mismas y ciudades que nos hablan de nosotros. Marsella no tiene los jardines más verdes, las fachadas más elegantes ni grandes avenidas que desembocan en edificios emblemáticos. Lo que tiene es una forma de ser.
Fundada por griegos como una colonia comercial, su puerto lleva 2600 años recibiendo marineros y comerciantes de cada extremo del Mediterráneo, desde el Magreb hasta Oriente Medio, desde la Península Ibérica a la de Anatolia. Por él han entrado todo tipo de especias, objetos y tejidos, pero con ellos también lo han hecho las lenguas de esos pueblos, sus dioses, sus ritmos y sus relatos. El resultado es una ciudad que se ha formado por acumulación de distintas formas de entender el mundo.
Índice
Fundar una ciudad es fundar una leyenda
Marsella es de las ciudades que se cuentan. Y lleva siendo así desde su propio origen. Ya Aristóteles se refiere al momento en el que los foceos, pueblo marinero del Asia Menor, mandan a la parte occidental del Mediterráneo dos navíos de cincuenta remeros en busca de tierras más fértiles. Uno comandado por Simos, el otro por Protis. En cierto punto de la travesía los marineros se ven sorprendidos por la celebración de un matrimonio a la altura de la Bahía de Lacydon.
Como muestra de agradecimiento por la invitación del rey de los segobriges, Protis y Simos deciden permanecer en el banquete y asistir al enlace de la princesa Gypsis quien, según la tradición local, debía elegir a su esposo durante esa misma celebración. De entre todos los pretendientes que esperaban su decisión, el elegido como sucesor del rey sería aquel que recibiera una copa de vino de las manos de la propia Gypsis. El resto parece escrito para anunciar el destino de este lugar: la princesa se levanta, da la espalda a los aspirantes, se dirige a la mesa de los extranjeros y extiende la copa a Protis, que recibe con ello la autorización de fundar en esas costas una nueva ciudad griega: Masalia.[1]
La verdad es que no hay ninguna certeza de que esto fuera así. Los descubrimientos arqueológicos no demuestran si el territorio estaba vacío u ocupado, si la ciudad existía y fue conquistada o si nació del romance entre Protis y Gyspis. Sin embargo, una ciudad no se conoce solo por lo que fue sino también por lo que se dice de ella. Y este mito, que ha pasado por griegos y romanos y que ha atravesado la Edad Media, el Renacimiento y la Revolución Francesa, lo que dice son al menos dos cosas: Marsella nace del Mediterráneo y lo hace del encuentro entre dos pueblos extraños. A lo mejor no sirve para explicar la Historia, pero es clave para entender su carácter acogedor y algunas de sus tensiones.
Marsella, ciudad peligrosa: el mito que se reescribe
Pero junto a este mito se ha ido desarrollando otro que ha terminado fijándose a la imagen de la ciudad como se pega a la piel una camiseta mojada. Según esta leyenda, Marsella es una ciudad rebelde, peligrosa y al margen de la ley. Nada explica mejor esta imagen que dos de sus edificios más emblemáticos. A ambos lados del Puerto Viejo se levantan dos fortificaciones: el Fort Saint-Jean y el Fort Saint-Nicolas. Construidos en el siglo XVII, permitían protegerse mejor de las amenazas de los enemigos. ¿Qué tienen de particular? Los cañones apuntaban hacia dentro. Quien se defendía era Luis XIV y lo hacía del espíritu insurrecto de la ciudad.
Como ocurre con todos los mitos, este se fue cargando de otras realidades sociales y adaptándose a nuevas formas de contarlo. Si hoy tiene la vigencia que tiene es, en buena medida, por la manera como ha sido transformado por el cine y la literatura. A mediados del siglo XX, las condiciones ya estaban: una fama de ciudad subversiva, uno de los puertos más importantes del continente y oleadas de inmigrantes italianos que habían ocupado altos cargos en la política y en negocios no siempre limpios. La sed de ficción hizo el resto y pronto convirtió a Marsella en la Chicago europea.
Un ejemplo. Dos hombres subidos a una moto recorren el litoral de una ciudad soleada. Adelantan coches, se saltan semáforos. Unos metros más adelante, un lujoso Mercedes gris se desvía para entrar en una estación de servicio. La moto reduce la velocidad y gira en ese mismo punto. Cuando alcanza la altura del coche, el segundo motorista saca una pistola y dispara varias veces a su conductor. Primero desde la moto y luego de pie, asomado a la ventanilla para asegurarse de que no sigue vivo. Se aleja a paso lento, como si ley y ajuste de cuentas fueran la misma cosa.
La escena pertenece a la película Conexión Marsella (2014) y, si no puede decirse que ofrezca una imagen amable de la ciudad, lo cierto es que refleja un momento histórico que es inseparable de su condición portuaria. A finales de los años 60, Marsella se había convertido en el puente que conectaba Turquía con Estados Unidos. O, dicho de otro modo, la producción del opio con el consumo de la heroína. En un extremo del puente, las mafias neoyorquinas. En el contrario, las marsellesas. Entre uno y otro, un entramado criminal que se encargaba del procesamiento y el tráfico de la droga. La French connection. Pero el negocio se acabó. O, al menos, se redujo a mínimos. En 1972 Turquía prohibía la producción de opio y poco después se desmantelaban los principales laboratorios y redes de distribución de heroína en Francia y en Estados Unidos.
Sin embargo, si algo muestra este ejemplo es que se acaba antes con un negocio que con una leyenda. La imagen de Marsella todavía tiene hoy una mancha de violencia, a pesar de que los datos oficiales no sostengan esa idea: la tasa de criminalidad de la ciudad es más baja, por ejemplo, que la de París. Ajenos a esto, comentaristas y presentadores de televisión repiten como autómatas dos asociaciones: la de Marsella con los quartiers nord (los barrios del norte de la ciudad, zonas ciertamente empobrecidas y con altos índices de desempleo) y la de los quartiers nord con las armas, representadas por los kaláshnikov. Como si la ciudad no tuviera nada más allá de esos barrios y como si esos barrios no fueran nada más que delincuencia.
Cuando Marsella se cuenta pero también se ve
Ya lo decíamos: Marsella es de las ciudades que se cuentan. Es también uno de los mejores ejemplos de que los mitos son mucho más que curiosidades de pausa de café. Igual que vemos a los otros a través de sus estereotipos, las ciudades se conocen tras la lente de sus imaginarios. Es inevitable y, en cierta medida, necesario para que una ciudad desarrolle una identidad propia.
Pero que una ciudad se cuente no significa que además no pueda verse, y eso es lo más curioso de este caso. Nadie parece interesado en decir que lo que ve el visitante que cruza por primera vez la puerta de la Gare Saint Charles nada tiene que ver con las películas de gangsters. Porque lo primero que descubre, mucho antes que la inseguridad y la indisciplina y las armas, es la luz que le golpea en la cara. Una luz que puede ser pálida, amarillenta, anaranjada o rojiza, pero que golpea siempre. Como un bofetón que sacude los prejuicios.
Desde lo alto de la colina, la ciudad se extiende de manera desigual. Al este, los barrios residenciales de Camas, la Blancarde y Cinq Avenues. Al sur, la Basílica de Notre Dame de la Garde. Al oeste, el mar. Unas largas escaleras descienden hacia una calle arbolada que conduce al centro de la ciudad. El Boulevard d’Athènes no es especialmente bonito, pero tiene algo de tarjeta de presentación. La pendiente de la calle, las terrazas improvisadas en las aceras, las voces de unos que escalan sobre las de los otros. Marsella no responde a la idea común de ciudad europea. Es desordenada, colorida y mestiza. Tan francesa, como siria, italiana y argelina.
El Mediterráneo como forma de ser
Porque si Marsella es rebelde, lo es hasta con la idea más antigua: la de la rivalidad entre Oriente y Occidente. ¿Significa eso que no hay tensiones? No. Las hay, como las hay siempre entre personas y comunidades que tienen distintas maneras de entender el mundo.
Pero basta con vivir un tiempo aquí para darse cuenta de que más allá de sus diferencias hay algo que une a estos pueblos y que no tiene que ver con el modo de pensar sino con el modo de sentir. Con la memoria de un paisaje común y una manera corporal de relacionarse con él. Con el sol intenso y con el cielo azul. Con los paisajes de olivos. Con la sandía, los higos y las uvas. Con el canto de las cigarras. Con la familia. Con desconocidos que bromean, se tutean y se tocan. Con una mesa llena de comida en la que la gente habla alto y se interrumpe.
Con el mar. Con el mar como paisaje, pero sobre todo con el mar como recuerdo. De la tierra que se dejó y de la tierra de acogida. Porque si algo ha sido siempre Marsella, más allá de los mitos que la rodean, es un punto de encuentro de gente que cruzó el Mediterráneo para buscar otra vida. Unas veces por aventura; la mayoría, por necesidad. Y eso aquí todos lo saben: los que viajaron porque lo recuerdan y los que no porque se lo contaron. Sus padres, sus abuelos, sus amigos.
El secreto de Marsella: Protis eres tú
Solo unos metros más abajo, la vida comercial y los tranvías indican la llegada al centro de la ciudad. La rue de la Canebière atraviesa Marsella de este a oeste. De sus laterales nacen los barrios populares de Belsunce y Noailles, donde abundan los comercios de especias, de vasijas y de aceites. Al fondo está el puerto. En este cruce, la ciudad transpira la experiencia de la inmigración.
Desde aquí es inevitable recrear mentalmente la llegada de buques inmensos, el descenso de miles de personas por sus escaleras, las colas en las casetas de las aduanas, los gritos de unos y otros tratándose de hacerse entender en lenguas que aquí no sirven para nada. Es inevitable pensar en los argelinos, marfileños, camboyanos y los demás hombres que llegaron, durante el periodo de la descolonización, buscando trabajo en los astilleros o las fábricas de tabaco. Pero uno piensa también en las familias armenias que desembarcaron huyendo del exterminio en 1915, en los polacos después de la Primera Guerra Mundial, en los chilenos que pedían asilo durante su dictadura.
Finalmente, uno no puede evitar imaginarse a sí mismo bajando por las escaleras de un barco enorme y gritando en un idioma que nadie entiende. Marsella no es la ciudad más fotografiada ni la más turística, pero encierra una especie de verdad primitiva que es difícil de encontrar en otras partes de un mundo tan preocupado por sus fronteras: que la Historia está hecha de los desplazamientos de los pueblos y de los relatos que los cuentan. Que unas veces uno deletrea su apellido por la ventanilla de la aduana y otras veces estampa el sello en el pasaporte de una cara extranjera. Que el relato que un día suena exótico al día siguiente es familiar. Que ser inmigrante no es más que una cuestión de plazos.
[1] En realidad, los nombres que cita Aristóteles en «Constitución de Marsella» son Petta y Euxène. En el siglo II, el historiador Justino reescribe la historia, latinizando los nombres de los protagonistas: Petta pasa a ser Gypsis y Euxène, Protis. Estos son los nombres que se han conservado en el mito que ha llegado hasta hoy.
Te ayudo a ahorrar en tu viaje:
✈️ Las mejores ofertas de Vuelos a cualquier lugar del mundo aquí. 🏨 Los mejores hoteles, al mejor precio, aquí.💗 Reserva tu seguro de viaje aquí.
🚁 Reserva los mejores tours y excursiones, al mejor precio, aquí 💳 La mejor tarjeta para viajar, con 5€ gratis, sin comisiones, aquí.🚗 Alquila un coche para tu viaje al mejor precio aquí.
🚀 Reserva tu traslado desde y hacia el aeropuerto aquí. 📖 Las mejores guías de viaje en Amazon aquí.
1 Comenta
Vivo en Marsella desde hace 20 anos y este joven escritor describe la ciudad de una manera bella y harmoniosa.