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El Bar André como testimonio de otro tiempo
El Bar André no aparece en ninguna guía turística. No es el local más vistoso ni, probablemente, el que sirva la comida más sabrosa. Pero si de lo que se trata es de conocer el Panier y la gente que lo habita, hay pocos lugares más apropiados que este. No es una afirmación gratuita: se trata del bar más antiguo de los que se conservan en estas calles. Y, teniendo en cuenta el lavado de cara que se ha aplicado al barrio en los últimos años, eso lo convierte en poco menos que en un resistente.
Una barra de mármol en forma de L, una nevera con los colores de Coca-Cola, fotos en blanco y negro colgadas de las paredes, mesas marcadas por el tiempo, los vasos de pastis y las partidas de belote. A diferencia de lo que pasa en algunas de las boutiques que lo rodean, en el Bar André es más fácil encontrar una mota de polvo que una de pretensión. Fundado por inmigrantes corsos a finales de los años cuarenta, su fachada ha asistido a la transformación de un barrio que en unas pocas décadas pasó de ser considerado “una suburra obscena, una de las cloacas más impuras de las que amotonan la espuma del Mediterráneo”[1] a uno de los lugares más distinguidos de la ciudad.
El Panier, una isla a la que emigrar
Los padres del actual propietario llegaron a Marsella siguiendo la estela de miles de corsos que desde los años 20 se instalaron en el Panier atraídos por la sensación de insularidad que ofrecía la colina. Pero allí no encontrarían sólo a muchos de sus paisanos. Vivir en estas calles significaba compartir espacio con una gran comunidad de italianos, magrebíes e indochinos que encontraban alojamiento en una zona barata y cercana al puerto, donde se desempeñaban como obreros, estibadores o areneros.
En aquella época, en la que una pequeña familia era la que tenía cinco hijos, el Panier era más parecido a un pequeño pueblo que al barrio de una gran ciudad. Bastaba con sus panaderías, sus carnicerías y sus cuchillerías para sobrevivir, y no era rara la familia que “bajaba” a la ciudad sólo en circunstancias realmente excepcionales. La vida se hacía en la calle, para lo bueno y para lo malo. Esa era la escuela de miles de niños obligados a desarrollar sus armas para hacerse respetar y también el lugar al que sacar unas pocas sillas en verano para quedarse charlando con el vecino hasta la una o las dos de la mañana.
Todavía hoy se encuentra esa costumbre en algunas calles, aunque es inevitable percibir el aroma que desprenden las cosas que en el fondo sabemos que pertenecen a otro tiempo. Y nuestro tiempo, sencillamente, es otro.
La Place des Treize-Cantons: dos errores que marcan el destino
Este coqueto rincón sirve como termómetro de los riesgos a los que se enfrenta el barrio en la era del turismo de masas. El largo historial de confusiones que arrastra esta plaza empieza por su propio nombre, que debe al de un albergue fundado por un suizo en el siglo XVII y que aludía a los trece cantones que en ese momento formaban el país vecino. Sin embargo, si hoy casi todo el mundo la conoce como la “Place des 13 coins” es a causa de una mala traducción. Con la uniformización del francés, el vocablo provenzal “cantoun” se transformó en “coin” y la plaza, en la de las trece esquinas.
Pero el paso del tiempo ha convertido este pequeño error lingüístico en una de las grandes ironías del barrio. Hoy este lugar está ocupado por una terraza espaciosa en la que no es raro ver a gente posando con su cerveza y señalando la fachada del bar al que pertenecen las mesas. Lo cierto es que el “Bar des 13 coins” es un clásico del Panier, pero más cierto aún es el hecho de que su fama es fruto de una segunda confusión que nos pone frente al espejo de nuestra época.
Plus belle la vie, ¿plus beau le Panier?
En los últimos veinte años, hay pocas series de televisión con un éxito comparable al que ha tenido Plus belle la vie. Estrenada en el año 2004 por la cadena pública France 3, esta telenovela lleva más de cuatro mil episodios contando la vida de los habitantes del Mistral, un barrio ficticio de Marsella, cercano al puerto y que recuerda piedra a piedra al actual barrio del Panier. Hasta aquí nada distinto de lo que ocurre en cualquier otra representación de ficción. Lo singular de este caso es el orden en el que se han ido dando las cosas.
La “Place du Mistral” es el emplazamiento principal de la serie y su bar sirve como punto de encuentro de la mayor parte de sus personajes. El decorado del local es sencillo: en el exterior, una fachada granate con letras azules, una terraza con cuatro mesas y unos calentadores; en el interior, unos taburetes, una barra de bar y una pequeña cocina. Hoy, el lugar recuerda a la “Place des Treize-Cantons”, no hay duda. Sin embargo, hasta hace poco los turistas más aficionados a Plus belle la vie no podían evitar la decepción al comprobar que el bar no se llamaba “Le bar du Mistral” y que nada recordaba al escenario de los amores y desamores más sonados de la serie.
Durante años, el local se mantuvo fiel a lo que había sido siempre: un bar de barrio. Pero en 2011, unos nuevos propietarios vieron en el fenómeno fan una oportunidad para levantar el negocio y terminaron de rizar el rizo: repintaron el rojo deslavado de la fachada, cubrieron los frescos que adornaban las paredes, cambiaron el color de las letras y adaptaron el decorado interior a las expectativas de los espectadores. La ironía cierra su círculo si pensamos en el significado de «coin» en inglés, lengua universal del turismo.
El Panier de Izzo: crueldad y belleza, dos caras y una moneda
El riesgo está ahí y no es exclusivo del Panier. ¿Cómo hacer para llenar de contenido imaginario a una ciudad sin que termine por convertirse en un decorado? El ejemplo del “Bar des 13 coins” adquiere un tinte aún más intenso si tenemos en cuenta que en una de sus mesas Jean-Claude Izzo empezó a dar forma a la vida de Fabio Montale, un ex policía melancólico y pasional cuya vida en el Panier le enseña, antes que cualquier otra cosa, que sólo es posible amar la ciudad en la que vive después de haber entendido que no tiene salvación.
“Marsella no es una ciudad para turistas. No hay nada que ver. Su belleza no se fotografía. Se comparte. Aquí hay que tomar partido. Apasionarse. Estar a favor o en contra. Estar, hasta la médula. Y sólo así lo que hay que ver se deja ver. Y entonces, demasiado tarde, uno se encuentra de lleno en pleno drama. Un drama antiguo donde el héroe es la muerte. En Marsella, incluso para perder, hay que saber pelear”.
El pequeño Nápoles de los años 40
La historia de Izzo podría ser la de cualquier otro hijo de inmigrantes llegados al Panier en los años 40. Su padre, de niño, había viajado solo en barco desde Nápoles a Marsella, donde le esperaban dos de sus hermanos. No fueron los únicos: a principios de siglo casi uno de tres habitantes del barrio de Saint-Jean, la parte baja del Panier, era nabo. Gracias a los contactos familiares, pronto encontró trabajo como barman en el café de una asociación corsa de la Place Lenche. Fue allí donde conoció a Babette, una costurera nacida en una familia española que vivía en la rue des Pistoles, con la que se casó en 1941 y se instaló en el barrio que los había acogido.
Es el Panier de Paul Carbone y François Spirito, una pareja gangsters napolitanos que controlaron la ciudad durante los años 30 y 40 gracias a sus alianzas con el no menos mafioso Simon Sabiani, número dos del entonces alcalde de Marsella. La fama peligrosa del Panier trascendió fronteras y, durante la ocupación alemana de la ciudad, tuvo unas consecuencias nefastas. Para la pareja Izzo y para otros 20.000 habitantes del barrio.
A las seis de la mañana del 24 de enero de 1943, un megáfono lanzó una orden de evacuación. En un lapso de dos horas, todos los habitantes de la zona del Panier más cercana al puerto debían abandonar sus casas para siempre. Obligados, los padres de Izzo salieron en procesión hacia la rue de la Canebière y, si no fueron deportados a un campo de concentración junto con otros presos políticos, fue sólo gracias a un contacto de la Gestapo, vinculado con un mafioso del Panier, que facilitó la falsificación de sus papeles. Una semana después empezaron las demoliciones.
“Quien no conoce a Etienne, no conoce Marsella”
Fruto de este ataque, muchos inmigrantes italianos se dispersaron hacia zonas de la ciudad más alejadas. Otros se quedaron. Y algunos terminaron haciendo leyenda. Etienne Cassaro fue durante décadas la viva imagen del Panier, al punto que una prestigiosa publicación francesa llegó a vincular su figura con la ciudad entera. La afirmación parece exagerada, pero lo que es seguro es que, aunque ya hace tres años que murió, su recuerdo sirve hoy para comprender el espíritu del barrio.
Su familia fue una de las que tuvo que evacuar su casa para instalarse en la vertiente de la colina más alejada del puerto. La historia no es muy distinta de las anteriores: en 1943, su padre, un inmigrante siciliano, funda una pizzería en la rue Lorette. Una cocina casera pensada para dar servicio a los obreros italianos. Con los años, su hijo asume la cantina y se dedica a hacer lo que sabe: calamares con ajo y perejil y pizza. De mozzarella y anchoas. Así, durante más de cincuenta años.
Hoy es impensable, pero hasta hace poco tiempo este restaurante no tenía ni teléfono, se fiaba al cliente y todo el mundo sabía que el precio del plato variaba según el bolsillo del que lo pedía. De ahí que por Chez Etienne pasaran igual niños que adultos, igual obreros que patrones. Una manera de entender el negocio que en el fondo reflejaba la manera del barrio de entender la vida.
El futuro del Panier, entre la autenticidad y la necesidad
Si algo demuestran estos ejemplos es que el carácter del Panier está hecho de la memoria que se ha acumulado con los dramas y las aspiraciones de generaciones y generaciones de inmigrantes. Todavía hoy es posible reconstruir algunos de sus pedazos a través de los negocios y leyendas que han sobrevivido al paso del tiempo. Más difícil es saber si esa memoria seguirá dando forma a la vida del barrio, o si lo que vemos hoy no son más que los últimos rescoldos de la hoguera.
Desde hace unos años, los comerciantes y los habitantes del Panier se encuentran en un equilibrio precario: por un lado, la voluntad de conservar la autenticidad del lugar, de preservar su memoria, de transmitir el viejo legado de los que llegaron del otro lado del mar; por otro, la necesidad de sobrevivir en un mundo que funciona con otras reglas, las del consumo de souvenirs y los filtros de las fotografías.
Algunos, por necesidad, terminaron por aceptarlas. Otros todavía se resisten, como locos contra molinos de viento. Aunque quizá todos sepan, en el fondo, que esto siempre termina por bascular hacia el mismo lado. Y quizá resistir, en este caso, no tenga tanto que ver con conservar un antiguo negocio familiar como con transmitir lo más antiguo de esa memoria. Ya se sabe: que en Marsella, incluso para perder, hay que saber pelear.
[1] La frase pertenece al prestigioso historiador Louis Gillet que, en 1942 y bajo el influjo de la ocupación alemana, señaló la necesidad de vaciar y regenerar “estos barrios patricios abandonados a la chusma, la miseria y la vergüenza”. No era simple palabrería: un año más tarde, una parte importante del barrio fue, efectivamente, dinamitada.
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1 Comenta
Muy buen artículo. Dan muchas ganas de visitarlo cuando pase toda la situación covid.